lunes, 9 de noviembre de 2015

Un adorable asesino llama a la puerta


Por: Ingrid Londoño Holguín
Mónica nunca se imaginó que las pisadas que sintió en el techo de su casa, cambiarían su vida para siempre. Lo que en principio fue temor, se convirtió en una culpa tan grande, que aún hoy la atormenta.
En Aranjuez, barrio de la comuna 4 de Medellín, los combos se dedicaron a atemorizar a todos sus habitantes hasta el año 1995, dejando como memoria una sangrientos  época de masacres, tiempos violentos en que los pandilleros violaron mujeres vírgenes, desaparecieron familias y mataron con fusil, cuchillo y piedras, mientras arrebataban la armonía pintoresca del barrio que una vez fue el hogar del maestro Pedro Nel Gómez.
El alma humana tiene alcances impredecibles, fue eso lo que descubrió  María Mónica Holguín, quien por fortuna, enfrentó la guerra del narcotráfico en Medellín, sin ninguna pérdida o secuela comprometedora. Y es que la cifra de muertos en Medellín desde 1990 ya superaba las 25.000 víctimas, la cantidad de personas que caben en 5 cruceros Oasis of the Seas, catalogados como los más grandes del mundo, llenos de hombres, niños, mujeres y ancianos. En Medellín, la parca no discriminaba por género o edad, se los llevaba a todos por igual.  Las calles vueltas cementerio y los retenes con niños pidiendo dinero para enterrar a los muertos, se habían vuelto parte del paisaje. Sin embargo, esta mujer, vivió una historia de la que no muchos hubieran logrado sobrevivir.
Para Mónica y su familia, su infortunio fue vivir en una casa que permitiera una visión estratégica de toda la cuadra, pues fue ese el punto que escogieron los muchachos del combo para tener sus encuentros diarios, mientras fumaban marihuana, escuchaban una música a retumbar y entablaban conversaciones grotescas y vulgares durante toda la noche.  Para entrar o salir de su casa, ella debía pedir permiso.
Los indefensos habitantes de Aranjuez vivieron una dura época, a merced de sus verdugos, un grupo de atracadores que cada día crecía mucho más. Lo que estaba en juego era el poder, era el honor y la plata. Pero para Mónica, estos hombres en particular no buscaban la plata, para ella los motivaban unos ideales más perversos que los del típico sicario que trabajaba para  Pablo Escobar.
Los delincuentes de Aranjuez eran diferentes. Mónica jugó a las escondidas con unos, conoció sus familias y los acogió en su casa, esto cuando solo era una niña. Ella, junto con sus ocho hermanos, fue la amiguita de infancia de algunos de los miembros de este grupo que atemorizaba a Aranjuez. Eran muchachos que no les faltaba nada, andaban con tenis de marca, su familia tenía mucho dinero, negocios en la “92” una famosa calle del barrio e incluso muchos eran bachilleres del Gilberto Alzate, una secundaría de donde han salido grandes personalidades como el ex ministro Fabio Valencia Cosio. Para Mónica es inevitable perturbarse. De su expresión surge un interrogante ¿Por qué unos jóvenes que lo tienen todo, matan, atracan y le quitan la tranquilidad a una vecindad entera, de la manera en que ellos lo hacían? se da cuenta que es una pregunta que aún la altera.
“Higuita” era el alias del máximo líder del combo. Trataba de no estar con ellos, por razones de discreción, pero se hacía todo lo que él dijera, cuando él lo mandara y de la manera que él quisiera. Para Mónica, este hombre es la prueba fehaciente, de que no existe eso de “tiene cara de malo” o en su defecto “tiene cara de bueno”. Definitivamente, nunca hay que juzgar por las apariencias. “Higuita tenía manos de pianista, en su dedo tenía la argolla de bachiller y sus ojos eran color miel” expresa Mónica, quien recuerda lo bien parecido que era el temido hombre. No solo para ella, sino para muchas, “Higuita” inspiraba porte y elegancia, siempre estaba bien arreglado y lo que más detallaba Mónica era que sus manos eran impecables, sin ninguna arruga, mancha o cicatriz que delatara sospechas de mal uso.
El combo extorsionaba a todos los tenderos, dueños de cacharrerías, ferreterías, supermercados, almacenes y restaurantes del barrio. La lista de muertos por haberse negado a las extorsiones iba en crecimiento. Nadie hacía nada. La policía era un ente totalmente desmoralizado e impotente a causa el narcotráfico.
Cerca de la casa de Mónica vivía una pareja y sus dos hijos. Hacían parte del boom de emprendedores del barrio Aranjuez y su negocio consistía en traer mercancía de los Estados Unidos. Cuando su pujanza estaba en el punto más alto, las extorsiones empezaron a ahorcarlos, todo por lo que habían luchado durante años se estaba desmoronando y las extorsiones se volvieron cada vez más demandantes. En una negativa de la pareja de aumentar el monto de la vacuna, como se le dice al chantaje económico en Medellín, la respuesta fue contundente. Fueron brutalmente asesinados. Los hijos tuvieron que abandonar la casa en el acto, y el lugar se volvió la plaza de remates del combo, pues se encargaron de sacarle jugo a todas y cada una de las pertenencias que dejó la desafortunada familia.
Mónica recuerda a su vecina Mercedes, quien tenía dos hermosas hijas. Era una mujer histriónica e imprudente, a quien todo mundo veía como la “bruja de la vecindad”. Todos los días la mujer, en su tónica de locura, salía a la calle a contar lo que hacía el combo. La hermana de la mujer, en vista de que hacía caso omiso a las amenazas, se llevó sus hijas del barrio. Las advertencias no eran un juego, pues no demoraron en matarla. La forma en que encontraron a Mercedes fue completamente escandalosa. La dejaron tirada frente a su puerta, con la cabeza completamente desfigurada. El modus operandi de estos bandidos era aniquilar a su víctima y rematar destrozándole el cráneo con una piedra del tamaño de una sandía.
 Nadie hacía nada, era la época del temor y el que se hiciera el héroe no tardaba en dar a parar al cementerio. Persona muerta, persona que le vaciaban la casa, remataban todo y,  hasta los sanitarios los vendían; en una sola noche convertían casas hermosas en ruinas y escombros; no quedaba nada de dignidad para la familia de los muertos, pues se encargaban de acabar en una noche con todo lo conseguido en una vida. Para la gente del barrio, resultaba traumático ver cuál sería su destino si se rehusaban a colaborar con este grupo de delincuentes.
En la madrugada de un sábado de 1993, Mónica se encontraba en su habitación escuchando un programa radial de poesía. Había vuelto a residir en Aranjuez, el lugar que la vio crecer, pero a diferencia de antes, ahora solo se encontraba viviendo con su hermano Gabriel y sus hermanas Carmen y Dolly. Sus padres ya habían fallecido y sus otros hermanos conformaron familia y con excepción de su hermana Beatriz, quien construyó su hogar justo detrás de la casa de infancia, todos se fueron  del barrio.
Esa noche solo estaban ella y su hermana Dolly en casa. Eran las 4 de la mañana y aun no podía dormir, pues su reloj biológico no se había acostumbrado a los cambios de turno que había hecho recientemente ya que llevaba trabajando de noche durante varios años. En ese momento los techos de su casa se volvieron el escenario de una persecución.
Se empezaron a escuchar disparos, la gente corría por los tejados y las pisadas se sentían  cada vez más potentes. Mónica se llevó a Dolly para su cuarto, quien era como una niña, pues tiene un retraso mental leve, ambas se hicieron compañía y comenzaron a rezar.
La situación se alargó un poco, pero al terminar el tropel que había en el techo de su casa, el suplicio de Mónica continuó en el patio trasero, pues un hombre pidió su auxilio gritando desde las rejas que habían al fondo de su casa “Gabriel, Elkin, ábranme, ábranme”, estaba invocando a sus hermanos. Era la voz de un conocido, se trataba de Carlos, un vecino de toda la vida.
Mónica lo conoció desde que su familia llegó al barrio, tenía 5 años. “Jugábamos juntos de niños y cuando éramos adolecentes él me hacía ojitos”. Carlos, hijo de doña Ofelia, era un tipo bien parecido, el hijo menor de una numerosa familia. De la prole de doña Ofelia, ya habían muerto dos hijos. Martín, a quien Mónica recuerda como un hombre malo y despiadado, y Wilson, quien por el contrario no tenía ningún indicio de maldad, pues tal como ella afirma, su único pecado era ser adicto a la marihuana.
Wilson se dedicaba a criar palomas. Mónica padeció  de un terrible tumor en la cabeza y para calmar su desdicha, Wilson le preparaba un caldo de paloma. Para ella, este era gesto de un hombre bondadoso, que contrastaba con la maldad de su hermano Martín. Doña Ofelia, la madre, fue desaforadamente alcahueta con sus hijos y para Mónica esta es una de las causas de la muerte de ambos sujetos.
Cuando ella escuchó a Carlos suplicando que abriera, lo identificó de inmediato, el que estaba en la puerta era su vecino de toda la vida. El que estaba en la puerta debía tener un vínculo con los disparos y persecuciones en el techo de su casa y la de sus vecinos. Ella, que estaba al otro lado de la puerta, era su única alternativa para refugiarse, la única que lo podría salvar de las celdas de la justicia. Lo único que a ella se le vino a la mente es que si no le ayudaba,  él y su combo la asesinarían a ella y a su familia. Fue su instinto de supervivencia lo que hizo que lo dejara entrar, y todo lo que sucedió a continuación lo hizo prácticamente por inercia. El  hombre no estaba solo, lo acompañaba “Higuita”.
Ambos entraron. Ella muy astutamente, como si estuviera preparada, no prendió la luz, y cerró inmediatamente la reja con candado, para no levantar sospechas. Carlos, como dándole explicaciones que justificaran su estadía en la casa, le dijo que alguien había matado a un muchacho y que los estaban culpando a ellos injustamente.
Carlos ya había entrado muchas veces a la casa y la conocía, así que se fue para la pieza donde dormía Elkin, su hermano, cuando él vivía ahí. “Higuita”, por su parte, se dirigió a la pieza de Mónica, donde momentos antes ella había mandado a su hermanita. Higuita fue a su habitación, Se quitó todas sus prendas, con excepción de los calzoncillos  y las metió en un cesto en donde  Mónica tenía su ropa sucia. El hombre se acostó al lado de Dolly y se quedó inmóvil. Acto seguido Mónica se acurrucó al lado de su hermana “Ella no entendía que estaba sucediendo, ambas estábamos muy asustadas, así que la abracé y le dije que oráramos juntas”. Los tres se quedaron en la cama, impasibles, ellas rezando en voz baja, él callado, apoderado de toda la cobija.  
En cuestión de minutos llegaron gritando “somos la policía, abra la puerta y prenda las luces”. “Ustedes no pueden entrar sin una orden de cateo, además aquí no ha pasado nada”, les dijo Mónica, convulsa por el temor de estar escondiendo a dos posibles criminales en su casa. Los policías le dijeron que lo único que querían era revisar el solar. Ella abrió la puerta. Le explicaron el hecho del crimen, contándole que acababan de matar a un joven que iba en su bicicleta haciendo deporte y que le habían destrozado la cabeza con una enorme piedra. Justo el modus operandi de Higuita  y su gente. Mónica estaba fría, sintió un vacío en el corazón. Efectivamente, al revisar la terraza, sacaron a tres hombres que se encontraban escondidos entre las materas y plantas. Antes de irse, los policías le dieron la descripción física de los responsables del crimen en caso de tener pista de ellos;  indudablemente, entre su cama se encontraban los verdaderos asesinos.
Todo pasó muy rápido pero para Mónica fueron las horas más eternas de su vida. Eran eso de las 5 y 30 de la mañana y Carlos le dijo a Mónica que le prestara el teléfono para pedirle a la mamá, doña Ofelia, que les llevara ropa deportiva. Pidieron tenis, cachucha, sudaderas y un balón de baloncesto. Doña Ofelia no demoró más de 5 minutos en aparecer con la diligencia. Ellos, cual visita, le pidieron tinto a Mónica, quien todavía se encontraba temblorosa.  Empezaron a agradecerle a ella, deseándole que la virgen y Dios la acompañaran,  y diciendo, de la manera más penosa y descarada  “nos salvamos de estos hijueputas”. Lo único que Mónica les pidió a cambio de ese acto de solidaridad fue que nadie supiera que ellos habían estado ahí. Le cumplieron.
Cuando se fueron, fue inmediatamente a casa de su hermana, justo atrás de la de ella. Lloró. Se sentía sucia. Lavó la cobija y los tendidos pero se le había olvidado sacar la ropa de la canasta en la que “Higuita” había tirado su atuendo. Cuando la sacó presenció la horrorosa prueba de que aquel hombre había sido el asesino. Su ropa estaba completamente salpicada con sangre. En su cama se acostó un demonio y según expresa, con dolor en el alma,  la única razón por la que no quemó el colchón fue porque no tenía dinero para uno nuevo.
A partir de ese día los encuentros con “Higuita” se hicieron más frecuentes y él siempre la saludaba con alegría, por lo que todo el mundo le preguntaba a Mónica si eran amigos, ella, con el desagradable recuerdo de esa madrugada, lo negaba inmediatamente evitando rememorar ese desafortunado suceso. No pasó mucho tiempo para que lo encarcelaran, sin embargo y para su desgracia, no duró mucho en la cárcel, pues al salir de allí, lo mataron de una forma tan horrorosa que sus sesos quedaron colgando en los cables de energía que atraviesan las calles. Carlos por su parte manejaba un bajo perfil, sin embargo meses después lo asesinaron. Estos hombres tenían muchos enemigos y para bien o para mal, la ley divina del “ojo por ojo, diente por diente” nunca se equivoca.
 Aranjuez quedó con una cicatriz difícil de borrar, antes se lo conocía como un barrio ameno, con hermosas casas y negocios agradables, pero con todo lo sucedido, la gente no quiso quedarse, tenían miedo de la calle, miedo de los combos. Sin embargo, cuando sus líderes murieron, poco a poco se fueron acabando las extorsiones y homicidios, el barrio se recuperó y hoy en día vuelve a ser un lugar fiestero, con gente pujante y  niños jugando en sus calles, hoy en día Aranjuez vuelve a ser el hermoso barrio de antes.

Mónica hace catarsis, respira, para ella este suceso pertenece al pasado y allí es donde debe quedarse, en el pasado. “no sé si Dios me ha perdonado y apenas vengo a darme cuenta del daño que eso me hizo” dice, con lágrimas en el rostro, pues recuerda con dolor el haber escondido a unos brutales asesinos, para proteger a su familia. El sacramento de la confesión le dio un poco de libertad a Mónica, quien cargó con un sentimiento de culpabilidad insoportable, sin embargo, solo ahora, mientras cuenta parte por parte los detalles de esa lamentable madrugada, logra redimirse, se da cuenta que ya es hora de perdonarse y de agradecerse a si misma, por haber salvado su vida y la de su familia.










@inlondo

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